Para atemperar los días de calor nada más indicado que contemplar un cuadro, un grabado o dibujo de Emilio Serrano: La serenidad, el sosiego, el clasicismo de sus líneas, nos devuelven la calma que la llamarada del estío perturba.
Por ejemplo este aguafuerte titulado “Adolescencia”, del Museo de Arte de Gerona. Sus medidas, no superiores a las de un postigo de ventana, nos adentra con curiosidad tal vez impertinente en la habitación íntima de una joven. Y es sin duda verano, como nos dice la levedad del vestido que lleva, casi transparente, y que imaginamos blanco y de lino. El pelo recogido, los pies descalzos en cercanía de los abandonados zapatos, se posan sobre el suelo neutro, delimitado por la horizontalidad de de un zócalo estrecho que divide y aleja la pared frontera. Es la reflexión de una luz cartesiana la que da certeza y a la vez ensoñación a la escena, luz madura de septiembre que dora los objetos dispuestos sobre una mesa cubierta de ligero tapete: una tetera, un caballito de cartón, unas flores de trapo, un frutero de cristal que colman hojas y frutos, unas cartas en ángulo. La armonía manejada de tan distintos símbolos -y nos acordamos de Mallarmé- revelan una sabiduría por encontrar el profundo significado de una vida que se enfrenta al camino divergente de la adolescencia: el abandono y encuentro.
Sirviendo de fondo a este bodegón verista, y como contrapunto, cuelga de la pared la magia de un espejo, corroído de líquenes el azogue, puerta para los mundos fantásticos, umbral de Alicias para países maravillosos.
De toda esta memoria de lo cotidiano emerge, con floral doncellez, la adolescencia, llevando en sus manos una bandeja de vacío ofrecimiento; y éste es uno de los enigmas que nos inquietan en el grabado de Emilio Serrano: la batea libre ¿porta sólo la decepción, el desencanto de una edad titubeante, o bien espera la plenitud de los dones frondosos del deseo y la dicha?. Las cartas apiladas sobre la mesa callan con el secreto de la discreción. Y se piensa en Vermeer de Delft y su cuadro de la mujer leyendo una carta ante la ventana.
Luz, aire, tiempo, parecen detenidos en el reducido espacio intemporal, como de cámara lenta que relata, sin embargo, un tránsito momentáneo hacia el final, fiel en la evocación, como un perfume denso. Fuera, ahora, alguien se acerca.
Hemos visto, en el escueto ornato del cuarto adolescente, una mesa llena de alegorías y renuncias. Es maestro Emilio Serrano en estas mesas revueltas que prodiga en sus cuadros y donde promiscúan los seres naturales -flores, agua viva en vaso transparente- o inanimados -loza, juguetes, telas-. Otro ser elemental, la atmósfera respirable, envuelve o acaricia los motivos expuestos en “escala óptica”, que diría el didáctico Palomino; y un acuerdo cómplice concierta las formas de simples servidores de acompañamiento, en signos esenciales para el discurrir de la figuración. Así, suena el laúd en el “Homenaje a la Música”, o en el “Sueño” hay una línea de fuga hacia la infancia, o unas rosas, con el olor de la melancolía, hacen más larga la hora de “La espera”. Y el naranjal del Palacio de Benamejí se asoma a la fuente donde las dos heroínas barojianas, Rafaela, Remedios, se peinan, en “La feria de los Discretos”.
El aguafuerte de Gerona forma parte de un ciclo de maternidades, niñez, adolescencias, un ciclo vital en el que trabaja Emilio Serrano durante los años 88-92. Dibujos, grabados, se suceden como los días y el buril o el grafito dejan su huella.
Unos niños se asoman a los barandales del río, en Córdoba. Va el cauce casi seco y el agua apenas si refleja molinos, murallas, tejares, el agua que pasa y está como en la cita clásica. Unos niños se asoman a los barandales del futuro, en Córdoba. Uno de ellos se llama Emilio.
Pablo García Baena
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